viernes, 14 de septiembre de 2007

Malas pulgas

Vaya por delante que odio el transporte público pero después de lo de ayer me he hecho la firme promesa de no volver a utilizarlo jamás. Todo el mundo tiene derecho a un mal día y casualmente el del conductor del autobús que cogí para llegar al periódico se produjo ayer, justo en mi primera incursión desde hacía mucho tiempo en la EMT. Subí temeroso porque conozco el mal talante de los autobuseros y pedí perdón incluso antes de atreverme a preguntar cuánto tenía que pagar. Uno con quince, me escupió. Su mirada advertía que podía estallar en cualquier momento así que pague sin rechistar. Pese a mi silencio, contribuí un poco a incrementar su mal humor. Mi torpeza habitual y la tensión de su mirada hicieron que una moneda de 20 céntimos se deslizara al suelo y se escapase un par de metros hacia el fondo del vehículo. Insistí en mis disculpas y acabé de abonar el billete simple.
La mala suerte hizo que el único asiento libre se encontrara junto a él, con lo que no pude distanciarme de la negatividad que irradiaba. Pues bien, aquella bomba de relojería acabó de explotar un par de paradas más adelante. El niño reprendido no dejó de llorar tras su bramido.
El terrorista intercambió conmigo una mirada furibunda: ¿Qué? pareció retarme. Me escurrí en la butaca y guardé la lengua en el bolsillo. No era el momento de hacerme el listo. Minutos después el hombre pareció darse cuenta de su actitud y paró el autobús. Echó una mirada hacia el fondo y debió de observar el pánico entre los pasajeros porque inmediatamente se bajo y se tomó un respiro de cinco minutos junto a una de esas nuevas taquillas de la EMT. Parece que el remedio surtió efecto porque al subir de nuevo esbozó una tímida sonrisa a una mujer. El resto del viaje transcurrió sin incidentes.
Entiendo el enfado. ¿Quién no se ha encabronado alguna vez con el planeta en general y ha extendido sus exabruptos por doquier? El problema es que un funcionario que atiende al público debería cuidar un poco más las formas. Los demás no tenemos culpa de sus ciclotimias. Tampoco el tráfico, a pesar de estar inaguantable, le exime de su comportamiento. Si no lo soporta, que se busque otro trabajo.
La cuestión es que un día de mal humor de un conductor me ha amargado el día. Y para colmo,
se ha puesto a llover. Gracias por estropearme una semana estupenda, señor EMT. No volverá a ocurrir porque no subiré de nuevo a un autobús de línea. Pero sepa usted que he perdido mi ilusión por el otoño por su culpa, aunque le importe un pito.

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