sábado, 8 de septiembre de 2007

Palos sin zanahoria

Se abre el telón, llega, se balancea hasta su sillón y comienza el espectáculo. Nadie escapa a su influjo. Sus tentáculos se extienden por todos los rincones y consigue acaparar la atención del público instantáneamente, sin ni siquiera mover una pestaña. La función está en marcha. Llama, desestabiliza, ríe y vuelta a empezar. Es el primer síntoma de que ha acabado el verano. Volvemos a la normalidad. Navegábamos sobre una balsa de aceite y de repente nos encontramos en la vorágine. No nos ha dado tiempo ni a ponernos el chubasquero. No sabíamos que volveríamos a alta mar tan pronto. Las olas son gigantescas y sacuden con fuerza el viejo cascarón pero los marineros de este barco ya no se sorprenden de nada. Las viejas heridas han cicatrizado aunque estén grabadas a fuego. Una orden y todos a remar. Nadie está dispuesto a paladear de nuevo el amargo sabor del látigo. Remamos sin timonel y el esfuerzo es desproporcionado. Aún así, remamos.
Otra vez zozobra y algunos remeros se caen de la galera. Se aferraban con uñas y dientes a las palas pero ha sido un esfuerzo inútil. Están condenados. O no. Igual consiguen alcanzar la orilla de una buena isla o al menos encuentran un tablón al que sujetarse. Suerte porque nadie saltará a por ellos.
Mientras, el telón sigue arriba y la música no para. Todos bailamos porque nadie quiere quedarse sin su silla. Estamos cegados. O sordos. A veces ni tan siquiera necesitamos escuchar los cantos de sirena para comenzar la danza habitual. Nos hemos acomodado al tacto de la fusta y hasta creemos que es normal. Pero no lo es.

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